Por Julio César Uribe Hermocillo
@guarengue
Colombia ocupa cerca del 1% de la superficie de la Tierra y alberga cerca del 10% de la fauna y flora del planeta. Esto la hace una de las 12 naciones megadiversas del mundo. Igualmente, Colombia es el país con mayor diversidad de aves y de orquídeas en el mundo, con el segundo mayor registro de especies de árboles, después de Brasil. Colombia es tercero en diversidad de reptiles y cuarto en clases de mamíferos. Colombia posee la mitad de los páramos del mundo: casi 3 millones de hectáreas. El 20% de nuestro territorio son humedales, que ocupan más de 30 millones de hectáreas. Y nuestros bosques ocupan más de 59 millones de hectáreas, equivalentes al 53% del territorio nacional[1].
Colombia es, pues, –obviamente, mucho antes de que esta característica terminara convertida en eslogan gubernamental– una potencia mundial de la vida; por su reconocida y magnificente riqueza en biodiversidad; por el munífico esplendor con el que nace y se multiplica la vida por estos lares, cada segundo, desde que el mundo es mundo, en las selvas y en los ecosistemas espléndidos de la Amazonía, la Orinoquía, las montañas y valles de los Andes y las tierras bajas del Pacífico y el Chocó Biogeográfico.
La selva, esta selva colombiana, es hogar y morada, hábitat y nicho de centenares de formas de vida. Esta selva es también referente consuetudinario, secular y ancestral de millones de connacionales, para quienes desde siempre ha sido fuente de sentido vital, de producción simbólica y material, de alimento y de medicina, de esparcimiento y contemplación, de conocimiento y sabiduría, de historia y de tradición. La selva es, en fin, el núcleo del territorio de las comunidades y pueblos étnicos que en ella habitan; es entraña, corazón y esencia de la identidad compartida desde antiguo, que está cifrada en los lenguajes del agua, de los árboles, de los animales y de cuanto ser vivo -por minúsculo e invisible que sea- cohabita con las poblaciones humanas en este inmenso reservorio del ADN de nuestra especie y de nuestras sociedades.
Para los pueblos étnicos de Colombia que allí han vivido desde el más lejano antaño, la selva es literalmente su hogar; no “la selva oscura que los acecha sin piedad”, ni “la selva inhóspita que los acoge”, como lo escribió, en un relato periodístico sobre las tres niñas y el niño perdidos en las selvas del Guaviare y el Caquetá –publicado el 18 de mayo en El Colombiano, de Medellín– una periodista que –por lo visto– pareciera no haber visitado nunca, ni siquiera, el Jardín Botánico Joaquín Antonio Uribe, de su ciudad, o por lo menos no pareciera haber leído los letreros explicativos de la selva que acompañan las muestras de flora tropical de ese lugar[2].
El relato de la periodista de El Colombiano es casi una pieza de terror, repleto de lugares comunes y frases de cajón sobre los peligros derivados de la inhospitalidad de la selva; pero, ella no fue la única que de este modo relató esta historia. Durante los 40 días que duraron desaparecidos los cuatro niños indígenas sobrevivientes del accidente de una avioneta que viajaba entre Araracuara y San José del Guaviare, toda la prensa nacional –escrita, hablada, televisada– abundó en calificativos aterradores para resaltar e implantar en la percepción de sus audiencias la errónea idea de que la selva, que es el hábitat y hogar de millones de ciudadanos colombianos pertenecientes a pueblos étnicos, es por definición una fuente de riesgo y peligro para la vida. Y no –como en realidad es, precisamente– una fuente de vida gracias a la cual aún están con vida los pueblos étnicos de Colombia y los cuatro niños cuya aparición o hallazgo estamos celebrando con júbilo, como un triunfo de la vida, desde este viernes 9 de junio al anochecer.
La selva de Lesly Jacobombaire Mucutuy no es la selva que los periodistas de Colombia le pintaron a sus lectores, oyentes y televidentes, para que se perdieran en ella. Lesly es una niña de 13 años, hija de madre y de padre indígenas, nieta de indígenas, bisnieta, tataranieta, chozna y más, de indígenas de la etnia uitoto, muinane o murui, cuya existencia se remonta a la prehistoria de la Amazonía colombiana. El histórico heroísmo de hermanita mayor de Lesly hizo posible que su hermanito y sus dos hermanitas, una de ellas recién nacida hacía menos de un año cuando ocurrió el accidente, contaran en todo momento con lo necesario para sobrevivir durante los cuarenta días en los que deambularon a través de la selva. Buscando rumbos que les permitieran llegar a algún lugar poblado, quizás en ningún momento fueron plenamente conscientes del significado de la muerte de su mamá en aquella avioneta de la que caminando se alejaban.
En su fabulosa descripción del Atrato Medio, en el Chocó, en 1961, el extraordinario antropólogo Rogerio Velásquez, precursor de los estudios etnográficos afrocolombianos, describió así las habilidades, capacidades y conocimientos de un púber o preadolescente afrochocoano de esa región: “A los doce años, el muchacho atrateño es una ligera enciclopedia rural. Ha aprendido a vadear corrientes, a conocer los pasos del tigre o del zorro, a señalar plantas venenosas o curativas, a conducirse en una socola o pesca, a construir ranchos, a determinar los cambios del tiempo, a comprar y a vender. En su haber están los nombres de las avispas, pájaros, árboles maderables, víboras. Este muchacho así preparado es un bordón del hogar…[3].
Como este muchacho negro, descrito por Rogerio Velásquez hace más de medio siglo, con sus conocimientos, habilidades y capacidades, Lesly Jacobombaire Mucutuy (13 años) hizo posible el milagro de la prolongación de la existencia de su hermanita de 9 años, Soleiny Jacobombaire Mucutuy; de su hermanito de 4 años, Tien Noriel Ranoque Mucutuy, y de su hermanita bebé, Cristin Neriman Ranoque Mucutuy, que allá en la selva vivió su primer cumpleaños.
El periodismo colombiano tuvo la oportunidad de narrar la selva del país, de relatar la vida de su gente, de mostrársela al país y al mundo. Pero, no lo hizo. En su cada vez más profunda superficialidad, los telenoticieros, los periódicos y los noticieros radiales de Colombia eligieron -como siempre, y sobre todo cuando de gente común y corriente se trata- el fácil y abyecto camino de convertir en exóticas la vida y las costumbres, incluso la tristeza, de las familias y de los pueblos indígenas inmersos en esta dolorosa tragedia que, por fortuna, tuvo un final feliz. Y de presentar como algo folclórico, curioso, raro, todo aquello que les sonara diferente, desde la lengua vernácula hablada por la abuela de los niños Mucutuy -a quien los periodistas de micrófono en mano y sonrisita condescendiente ponían a traducir o a decir o desdecir-, hasta la presencia de indígenas en el operativo de búsqueda organizado por el gobierno colombiano a través del ejército nacional.
Lesly Mucutuy ya forma parte de la historia nacional de Colombia. Ojalá la película, la serie, el libro, que en estos tiempos de buhonería narrativa seguramente ya empezaron a armar, se ocupen de mostrar un escenario que le haga justicia tanto a su proeza y a su heroicidad, como a sus raíces y a su entorno histórico y cultural. Quizás así, cuando vean la serie y la película, y de pronto lean el libro, los periodistas de la gran prensa colombianaentiendan qué era lo que había que narrar.
Tomado de https://miguarengue.blogspot.com/
[1] WWF Colombia. 22 de mayo-Día Internacional de la Diversidad Biológica. Instagram: wwf_colombia
[2] El Colombiano, 18 de mayo de 2023. Falsa esperanza: los niños en Guaviare siguen perdidos en medio de la selva. Por Paulina Mesa. https://www.elcolombiano.com/colombia/falsa-esperanza-los-ninos-en-guaviare-siguen-perdidos-ED21441894
[3] Velásquez, Rogerio. Apuntes socioeconómicos del Atrato medio. Revista Colombiana de Antropología, Volumen 10, 1961. Pp. 158-225.
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