Por Julio César Uribe Hermocillo
@guarengue
El hallazgo
Aún no había cumplido diez años cuando me encontré ese libro tirado en un solar. No tenía portada ni contraportada, tampoco páginas de créditos ni de índice. Sus páginas primeras y últimas estaban bastante manchadas de barro amarillento y de mugre oscura. Las páginas no manchadas lucían aceptablemente limpias y la humedad no se había apoderado de ellas, aunque sí las había reblandecido, pero no tanto como para pegarlas entre sí o para deshacerlas. Nada que no se pudiera solucionar poniendo el libro a secar al sol, en el patio, en el umbral de la puerta principal o en el alféizar de la ventana grande, que era de madera como toda la casa.
A pesar de aquellos desperfectos, aunque estuviera tirado ahí cual objeto prescindible o descartable, debajo de las amplias hojas de una mata de mafafa, en donde me lo encontré aquella mañana -cuando regresaba de hacer uno de los múltiples y habituales mandados de la infancia-, el libro estaba sorprendentemente conservado y completo, en relativo buen estado y -como lo constaté de inmediato con un golpe de vista- se podía leer. Se llamaba Flor de fango y su autor, tal como aparecía impreso debajo del título, era José María Vargas Vila.
En aquel tiempo, aunque los colegios de Quibdó tenían biblioteca e incluso bibliotecaria/o (la de la Normal era Margarita Salge), en la ciudad no había prácticamente libros para niños y la biblioteca no era -como sí la cancha de fútbol- un lugar que los maestros promovieran. De modo que las cartillas con las que uno aprendía a leer y escribir -en mi caso en la Escuela Anexa a la Normal Superior, con las cartillas Coquito y Pablito- eran los únicos libros a los que uno tenía acceso durante sus primeros años como lector. Posteriormente, cuando se pasaba a la secundaria, los libros de texto, de historia, de español, e incluso la Aritmética y el Álgebra de Baldor, terminaban convertidos -además de cumplir su función original- en libros de lectura para suplir la carencia de oferta y material.
A falta de libros...
Así mismo, quizás porque letras eran letras para un lector que se comportaba como un niño cuando aprende a caminar y es eso lo único que todo el día quiere hacer; por mis ojos de lector primerizo habían pasado periódicos de ayer o de antier o trasantier, que leía de principio a fin, incluyendo los avisos clasificados y los edictos judiciales. Las novelas de Corín Tellado que ocupaban las últimas cinco o seis o hasta diez páginas de la revista Vanidades, y que a veces leía en voz alta para mi mamá, mientras ella cosía en su máquina Singer. Y las fotonovelas españolas -de la colección Selene y también de Corín Tellado-, con sus nítidas fotografías en blanco y negro y sus leyendas impresas en novedosos caracteres e incluidas en globos que indicaban diálogo y en recuadros rectangulares donde se ubicaba la narración.
Como uno leía con pasión todo aquello que fuera legible, andar por la calle incluía buscar letreros, avisos y hasta papeles en el suelo. Y en la casa, se convertían en material de lectura las etiquetas de productos como avena Quaker, leche Klim o Nido, mantequilla Los Lirios, aceite Z, atún Marcol, jabón Sanit o Paramí, polvo Mexsana, cigarrillos Pielroja, cerveza Pilsen, malta Cervunión, aguardiente Platino. Así como los prospectos de remedios o medicamentos, las portadas y contraportadas de los cuadernos escolares y de las libretas de calificaciones. Los carteles fúnebres, que entonces se imprimían todos en la Imprenta Departamental del Chocó, con un texto estándar que hasta hoy se mantiene (Descansó en la paz del Señor FULANO o FULANA DE TAL…) y usualmente pegados en las paredes de las casas con trozos reblandecidos de jabón azul Super Nácar (el macho pa’ lavar) o con engrudo hecho de almidón, también formaban parte de esas lecturas primigenias.
El Índice
Así que, en esas circunstancias, llegué aquella mañana a la casa en la Calle Munguidocito, cerca del mediodía, con el libro que me acababa de encontrar y los huevos y el paquete de aliños que me habían mandado a comprar. Mi mamá me preguntó que cómo se llamaba el libro. Leí el título, luego de poner a salvo los seis huevos blancos sobre una mesa de la cocina. De inmediato, ella pronunció el nombre del autor, mencionando únicamente sus dos apellidos, con un tono de evidente espanto. Me explicó que era que ese libro estaba incluido en “El índice”, porque hablaba mal de los curas y que entonces la iglesia prácticamente odiaba al autor y tenía prohibido a los católicos -so pena de excomunión- la lectura de este o de cualquier otro libro de Vargas Vila. Y que en eso consistía “El índice”, en una lista de escritos que a los curas les parecían inmorales y malos, y que por ese motivo estaban prohibidos[1]. Que ella no sabía si ese libro todavía estaba en la lista o si la lista todavía existía, porque ella hace mucho rato había dejado de pararle bolas a los embelecos y arbitrariedades de los curas, que se creían los dueños del mundo. Que lo que sí sabía, aunque ella no lo había leído, era que el libro contaba la historia de las maldades de un cura y de un gamonal con una maestra de un pueblo de por allá cerca a Bogotá. Y que…pues lo leyera con mucho cuidado y le fuera contando qué era lo que realmente pasaba.
No alcanzo a recordar si en ese tiempo -porque después sí- al fin terminé de leer Flor de fango, de Vargas Vila. Lo que sí recuerdo es cuánto me alegró tenerlo, porque era largo (más de 100 páginas) y entonces tenía mucho para leer; lo cual era grandioso, pues el material hasta entonces disponible -ese que antes mencioné- era menos duradero y más finito de lo que hubiera preferido como el lector afiebrado que en ese momento era.
Fábulas para niños
También recuerdo con toda certeza, porque de tanto leerlo me lo aprendí casi todo, el libro que me regalaron -como premio de Aprovechamiento- en la Escuela Anexa a la Normal de Quibdó cuando terminé 1° de primaria: un libro hermoso, colorido, grande, de pasta y páginas duras, con unas ilustraciones impecables, inspiradoras, bonitas, con textos compuestos en unas letras de tamaño y tipo que daba gusto leer, mirar, recorrer. Fábulas para niños se llamaba y sus autores eran Esopo, Fedro, La Fontaine, Iriarte, Pombo y Samaniego. Simón el bobito, La lechera, La pobre viejecita, El zorro y las uvas, La gallina de los huevos de oro, son algunas de las fábulas que aún recuerdo de ese libro. Las moralejas siempre me encantaban, aunque -curiosamente- no tanto por sus enseñanzas y preceptos como por su redacción, por sus juegos de palabras, por su ritmo, que ayudaban a que fuera fácil memorizarlas. No anheles impaciente el bien futuro: mira que ni el presente está seguro; era la frase final de la moraleja de La lechera, de quien me encantaban su falda larga y negra con encajes de colores, su blusa blanca como de popelina, la vivacidad de sus grandes ojos negros, la negrura brillante de sus cabellos recogidos en una trenza y la calidez de su linda sonrisa de labios rojos, además del cántaro en el que llevaba la leche, y los pollitos que se convertían en gallinas que ponían huevos, de donde salían pollitos, que se convertían en gallinas…en la imaginación de la lechera.
Textos, wéstern y aventuras
Poco tiempo después del hallazgo de Vargas Vila en un solar, al pasar a la Normal de Quibdó para cursar la secundaria, el material de lectura se diversificó. El libro de Prehistoria -Los primitivos- y el de Historia de Colombia -ambos de Julio César García-; el Curso de Español, de Luis M. Sánchez López; la Aritmética y el Álgebra de Aurelio Baldor, cuyas entretenidas y bellamente ilustradas historias de los recuadros iniciales de cada capítulo fueron siempre fuente de copiosa información histórica, geográfica, política, arquitectónica; se convirtieron en libros de lectura permanente, entretenida y reiterada.
Por la misma época, las novelas de bolsillo de Editorial Bruguera, particularmente las dedicadas al wéstern, aparecieron en mi vida de lector. Como en la canción de Serrat, me leí enterito a don Marcial Lafuente Estefanía, así como a Keith Luger y Silver Kane, estos dos también españoles, a pesar de su muy gringo seudónimo. Los comics de superhéroes: Superman, Batman, Aquaman, Arandú, Fantomas, Arsenio Lupin, El llanero solitario, El Zorro, Kaliman, Turok; con la estética realista de sus dibujos y la emocionante fantasía de sus historias, ocuparían también vastas horas de mi oficio de lector sin libros. Unos y otros, las novelitas de Bruguera y las revistas de comics, se leían pagando su alquiler en la revistería, donde también, cuando iba en la mitad de mis estudios secundarios en la Normal, empezaron a alquilar unos libros inolvidables de una colección llamada Ariel Juvenil Ilustrada, que si hubiera tenido con qué comprarlos los vendían en la carrera segunda, enseguida de la farmacia del señor Aldana. De esa colección leí Sandokan, La isla del tesoro, Moby Dick, Los tres mosqueteros, Veinte mil leguas de viaje submarino, Corazón, y Simbad el marino.
En esas andaba, cuando apareció radiante, perfectamente dibujado y cautivador Tintín, en una biblioteca pública que el Club de Leones de Quibdó abrió en la calle 31 con carrera 1ª, en toda la esquina de la bomba de Ramiro Calle, al frente de la Gobernación del Chocó. Tintín en América y Aterrizaje en la luna fueron los primeros libros que leí de esta celebrada historieta de autor belga; fascinado por los textos, los dibujos, las historias, la calidad de los libros y su lejano origen.
Círculo de lectores
Posteriormente, a los diecisiete años y ya graduado en la Normal como Maestro-Bachiller, conseguí mi primer trabajo como maestro, en el seminario menor de El Carmen de Atrato. Allí, en una biblioteca que era más completa, organizada y actualizada que la de mi colegio, leí por primera vez a García Márquez: Cien años de soledad, en un ejemplar de la segunda edición de Editorial Sudamericana. Casi dos meses me demoré leyéndolo, después de lo cual volvería a leerlo sucesivamente media docena de veces, en una edición del Círculo de Lectores que había comprado con dinero de mi primer sueldo. El Círculo pasaría a ser mi proveedor permanente de libros, gracias a su sistema de ventas por catálogo, bastante útil en El Carmen y en Quibdó, donde no había librerías. Aunque leí cosas baladíes y poco memorables, de las cuales tampoco es que me arrepienta, en la revista del Círculo hice dos de los más grandes descubrimientos de mi vida: Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, y El nombre de la rosa, de Umberto Eco.
UPB
Pasados los años del Círculo, que viví en compañía de mis hermanas Tere y Gloria, durante los cuales también accedimos a varias colecciones completas de literatura universal, latinoamericana y colombiana; llegué a estudiar a la Universidad Pontificia Bolivariana, en Medellín. Allí, por primera vez en mi vida, tuve acceso a una verdadera biblioteca, por su tamaño y por la calidad de sus colecciones. La biblioteca TAC (Teología, Administración, Comunicación) y la Biblioteca Central de la universidad, para acceder a la cual había que ir del campus de Laureles hasta la sede de la Avenida La Playa, donde también quedaba Radio Bolivariana, la emisora universitaria -que dirigía ese buen hombre llamado Humberto Mesa Rojas- en la que tantos programas hicimos con mis compañeros de carrera.
Las clases de la universidad, en particular las de Literatura y Semiología, con Federico Medina Cano, el profesor que aceptó que la escritura de un cuento fuera un examen final; las de Historia, con Gloria Isabel Zuluaga; las de Investigación, con Javier Ignacio Muñoz; las de Comunicación para el Desarrollo, con Gabriel Jaramillo; y las de Periodismo IV, con Juan José García Posada; me abrieron -literalmente- las puertas al mundo de la lectura y la escritura. Para un pueblerino como yo, que ni siquiera había ido nunca a Medellín antes de entrar a la UPB, fue maravilloso encontrar desde el primer día la amistad y la complicidad sinceras, que hasta hoy perduran, de Juan Carlos Pérez y Gustavo Arango, con quienes siempre, en aquellos días, compartimos lecturas y sueños de escritura. Angela Piedad Valencia, Olga Arango, Julio César Posada y Olguita Escobar fueron también claves en la apertura de mis horizontes de lector sin libros y en el cultivo de mis fantasías de escribidor primitivo. Gloria Zuluaga me regaló más de una joya de cuya existencia yo ni sospechas tenía: sendas antologías poéticas, de Nazim Hikmet y Fernando Pessoa, y la magnífica novela La tumba del relámpago, de Manuel Scorza, fueron tres de esos tesoros que -leídos y releídos- dejaron huellas profundas en mi alma. Gracias.
De ser un lector sin libros, que cuando se podía pagaba por su alquiler y los elegía por intuición, que deambulaba en pos de algo escrito para leer, fui transitando hacia la construcción de criterios y el cultivo de gustos personales, profesionales y vocacionales, incluyendo el acatamiento de las lecturas indispensables y necesarias. Cuando terminé la universidad, contaba con herramientas básicas para continuar por mi propia cuenta el mágico reconocimiento panorámico de ese mundo infinito hecho de letras y de historias. Ya podía, como en la “Carta a Vala Nureddin”, de Nazim Hikmet, encontrar en los libros finales felices para los hitos de esta trocha enmarañada y a veces tan inextricable que suele ser la vida.
Carta a Vala Nureddin (Nazim Hikmet, 1946)
Hermano mío, enviadme libros con finales felices, que el avión pueda aterrizar sin novedad, el médico salga sonriente del quirófano, se abran los ojos del niño ciego, se salve el muchacho al que mandan fusilar, vuelvan las criaturas a encontrarse las unas con las otras, y se den fiestas, se celebren bodas. ¡Que la sed encuentre al agua, el pan a la libertad! Hermano mío, enviadme libros con finales felices, ésos han de realizarse al fin y al cabo.
Tomado de El Guarengue: https://miguarengue.blogspot.com/
[1] Index librorum prohibitorum, en latín; y en español: Índice de libros prohibidos. Fue establecido a mediados del siglo XVI y suprimido por el Papa Paulo VI en 1966, poco después del Concilio Vaticano II.
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